Durante las últimas semanas, como seguro que todos sabéis, se ha estado desarrollando en Canadá el Torneo de Candidatos de ajedrez, en el que ocho jugadores se enfrentaron para conseguir un puesto en la partida por el campeonato del mundo. El ganador, con cinco victorias, nueve tablas y una sola derrota, ha sido el indio Dommaraju Gukesh, que cumplirá los dieciocho años el próximo mayo (me pareció tierno que en su artículo de wikipedia nos dicen a qué cole va).
Empecé a ver el ajedrez durante la pandemia. Mi amigo Rodrigo me propuso echarnos unas partidas online y, como a veces pasa, me involucré de más. Cuando quise darme cuenta, estaba mirando vídeos analizando partidas históricas y preguntándome cuál era la situación actual de la competición, qué se jugaba ahora, quiénes eran los buenos. Empecé a ver en Youtube las retransmisiones que, afortunadamente, se producían y se producen en español y por el camino generé relaciones parasociales con los ajedrecistas de élite.
El noruego Magnus Carlsen lleva unos diez años siendo, con diferencia, el mejor jugador, para algunos el mejor de la historia. Domina absolutamente la competición y por eso siempre le he tenido manía. De repente, en 2022 decidió que se había cansado de defender el título de campeón del mundo y que daba un discreto paso atrás de esa competición en concreto (que no del ajedrez profesional que, como digo, sigue dominando). Por primera vez veríamos a dos ajedrecistas manifiestamente inferiores competir por ser el campeón mundial y ahí empezó de verdad la magia para mí, la magia de la incertidumbre y de un nivel moderado de bajona.
El campeonato del mundo de 2023 entre Ding Liren e Ian Nepomniachtchi supuso un auténtico punto de inflexión para mí. Yo, como os podréis imaginar, no soy un gran ajedrecista y tampoco necesito que se juege al más alto nivel, sin embargo me dejé seducir por la emoción de un duelo más igualado, más imperfecto, más humano.
Esa es la primera gran reflexión que he extraído de mi consumo de ajedrez, la manifestación del valor de lo imperfecto. Si los dos supercomputadores que mejor saben jugar se enfrentan entre ellos, empatarán: el ajedrez perfecto tiende inevitablemente hacia las tablas. Sin embargo, en ese torneo vimos graves errores, posiciones absurdas, quiebres en la firmeza psicológica de los jugadores. Fue un torneo en el que se vio de forma clara la cantidad de factores extrateóricos o incluso extracientíficos que intervienen en una partida cualquiera1. Muchos de los ajedrecistas de verdad se llevaban las manos a la cabeza con la muerte del deporte pero para mí fue emocionante y enriquecedor y, seguramente, la vez que más absorbido he estado por ningún evento deportivo. Durante la retransmisión, los seguidores más legos, menos academicistas, no podíamos dejar de celebrar cada uno de los errores más o menos flagrantes que se producían en la partida, porque eso significaba que nos quedaba alguna hora más de improvisación, novedad y absurdo humano.
Todo esto fui capaz de apreciarlo porque había comentaristas que explicaban lo que pasaba. Estamos hablando de un juego de mesa milenario e infinitamente complejo en el que hay que saber mucho para emitir cualquier juicio acerca de quién va ganando. El ajedrez clásico, el de las partidas de cinco o seis horas en el que alguien se puede pasar cuarenta minutos pensando un movimiento, permite ese tipo de profundización y didáctica acerca de qué es precisamente lo que está pasando. Las cosas, y esta es la revelación de perogrullo a la que llegué, te las tienen que explicar.
Se me hace un poco triste pensarlo pero nadie me explicó nunca el fútbol. Supongo que a nadie le dan una clase como tal, simplemente tienen la paciencia suficiente para ver los partidos suficientes y acabar comprendiendo el lenguaje de ese deporte: un pase al hueco nunca es solo un pase al hueco, hay una motivación táctica y estratégica, una necesidad y un objetivo, pero también una historia personal entre el pasador y el pasado y también una historia histórica entre los equipos que se enfrentan. Para mí todo eso es como si fuese armenio, pero es precioso pensar que en español se puede entender cualquier cosa. Es, por supuesto, la base de la crítica de arte, por ejemplo, que traduce los colores de un cuadro a “está bien porque los colores son bonitos” o a “Hegel declaró que la historia [etc etc]” y también la base de este substack que traduce intuiciones u ocurrencias en sentencias y máximas. Que aprender algo sea tan fácil como que te la cuenten es un milagro emocionante, pero que un análisis de una partida de Bobby Fischer sea el audiovisual más emocionante de la década es bastante loco2.
Hasta aquí la chapa de la semana, como sabéis el sábado estaré en Valencia cantando y quizás echándome unas rápidas en el Atomic Art y os animo a que compréis entradas, el mes que viene también estaré en Barcelona en la sala Sidecar con Cosas bien cosas mal por si residís en esa ciudad y queréis colaborar con mi pyme musical. La semana que viene seguramente hable de los libros que me he estado leyendo. Terminé el primer ciclo según mi patentado sistema de organización de lecturas y creo que a estas alturas podemos declarar que ha sido un fracaso pero bueno, os aviso que en las próximas semanas estaré con La subasta del lote 49 (que ya estoy acabando más o menos), Un lugar soleado para gente sombría, Los pazos de Ulloa y Atlas de sonidos remotos. Se ha suscrito mucha gente con el último post así que muchísimas gracias a les recién llegades y espero no haberos alienado demasiado con esto jaja
Por ejemplo, nunca olvidaré a mi archienemigo el gran maestro y profundamente mala persona Iván Salgado señalar en la voz de galicia que la causa de la derrota de Nepomniachtchi era ni más ni menos que su ligero sobrepeso.
Bastante loco y, además, una exageración.